Cuento 3: El Silencio del Tiempo

 En un pueblo donde los relojes ya no se vendían y las estaciones llegaban sin avisar, vivía Don Mateo, un anciano solitario con un don extraño: podía oír el paso del tiempo.

No era un sonido común, como el tic-tac de un reloj, sino un susurro leve, casi imperceptible, como el roce de hojas secas en otoño o el crujido de la nieve al amanecer. El tiempo, para él, tenía voz: una voz suave, paciente, eterna.

Don Mateo vivía en una casa antigua, llena de relojes detenidos. Nadie sabía por qué no los arreglaba, siendo relojero de profesión. Cada visitante que cruzaba su umbral encontraba silencio… pero un silencio denso, vibrante, como si algo más habitara el aire.

Un día, llegó al pueblo un niño curioso llamado Simón. Su familia se había mudado desde la ciudad y, como todo niño inquieto, tenía más preguntas que respuestas. Al ver la tienda de Don Mateo, entró sin miedo.

—¿Por qué todos tus relojes están rotos? —preguntó, mientras observaba los péndulos inmóviles y las agujas quietas.

Don Mateo lo miró con ternura.

—No están rotos. Están… descansando.

Simón frunció el ceño.

—¿El tiempo puede descansar?

—Sí —respondió el anciano—. Pero no todos saben cómo hacerlo.

Aquella respuesta encendió algo en la mente del niño. A partir de ese día, iba cada tarde a visitar a Don Mateo. Aprendió a escuchar. No con los oídos, sino con el alma. Descubrió que el silencio no era ausencia, sino presencia pura. Y que el tiempo no siempre corre… a veces se detiene para que uno pueda ver mejor.

Un atardecer, Don Mateo le entregó una caja de madera oscura, cerrada con una llave pequeña.

—Esto es para cuando de verdad lo necesites —dijo—. Pero úsalo con sabiduría. Solo una vez.

Simón no entendió del todo, pero guardó la caja como un tesoro. Pasaron los años. Se convirtió en adulto, en padre, en abuelo. Vivió una vida larga, plena… pero veloz. Como todas.

Hasta que un día, en un hospital blanco y frío, tomó la caja. Dentro, encontró un reloj sin números, sin manecillas. Solo una esfera transparente.

Lo sostuvo entre las manos… y entonces el mundo se detuvo.

No literalmente. Pero los latidos de su corazón se hicieron lentos y profundos. Las memorias inundaron la habitación como un río de oro líquido. Volvió a ver a su madre peinándole el cabello, a su primer amor besándolo bajo la lluvia, a sus hijos riendo en el jardín.

Durante lo que pareció una eternidad, el tiempo se calló.

Y en ese silencio, comprendió todo.

Cuando volvió en sí, supo que su hora se acercaba. Cerró la caja. Cerró los ojos. Y el mundo siguió girando.

Nadie supo nunca qué contenía aquella caja. Solo su nieta, años más tarde, juraría haber oído un leve susurro cuando la encontró:
“El silencio del tiempo no es ausencia. Es un regalo.”

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