Cuento 4: El Último Árbol

 

En un futuro no tan lejano, el mundo estaba cubierto de concreto, acero y vidrio. Las ciudades se habían expandido como ríos de cemento, y los bosques, antes vastos y vivos, se habían convertido en nombres olvidados en los libros de historia.

En el centro de una metrópoli gris llamada Neotrópolis, rodeada por rascacielos y drones, existía un parque minúsculo, cuadrado, protegido por una cúpula transparente. Dentro, se alzaba solitario el último árbol del mundo.

La humanidad lo cuidaba como a un monumento. No por amor a la naturaleza, sino por miedo a perder lo que alguna vez fue. Cada semana, grupos de estudiantes lo visitaban, uniformados y guiados por androides pedagógicos. Les enseñaban que ese árbol, un roble centenario, era un recurso genético valioso y debía preservarse.

Pero había una niña, Ada, que no miraba el árbol como una reliquia, sino como un ser vivo.

Mientras los demás niños se sacaban fotos con él o lo observaban distraídamente, ella se sentaba bajo sus ramas, aún frondosas, y le hablaba.

—¿Te sientes solo? —preguntaba—. ¿Recuerdas cómo era cuando no estabas encerrado?

El árbol no respondía, claro, pero una vez, una hoja se soltó y cayó justo en su cuaderno. Ella lo tomó como un sí.

Ada comenzó a visitarlo cada semana, incluso fuera de las excursiones escolares. Su madre, ingeniera de tecnología biológica, se preocupaba al principio, pero luego entendió que su hija encontraba en ese rincón algo que ninguna pantalla podía ofrecerle: silencio y sentido.

Una tarde, mientras el cielo artificial de la ciudad se teñía de púrpura por los filtros de luz, Ada escuchó un sonido leve. Era como un susurro, pero no de voz: era el viento... el verdadero, no el ventilado. Una brisa sutil había entrado por una fisura en la cúpula.

El árbol se estremeció. Las ramas vibraron. Y Ada sintió que algo se despertaba.

—Estás vivo de verdad —susurró—. No eres una pieza de museo. Eres memoria.

Esa noche, soñó que el árbol le mostraba otros como él: raíces profundas, hojas verdes, animales jugando entre las ramas. Al despertar, entendió lo que debía hacer.

Durante meses, recolectó todo lo que pudo: libros antiguos, semillas escondidas, tierra sin tratar. Con ayuda de su madre, que finalmente rompió las reglas, crearon un invernadero oculto en las afueras de la ciudad.

Allí, con paciencia, esperanza y amor, Ada plantó un bosque nuevo.

No fue fácil. Muchos intentaron detenerla. Pero otros se unieron. Personas que también recordaban. Que querían más que pantallas, que querían sombra, pájaros, raíces.

Décadas después, cuando Ada ya era anciana, el árbol del parque fue liberado. La cúpula cayó. Y con él, miles más crecían libres, bailando con el viento verdadero.

Ese árbol ya no era el último.

Era el primero.

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