Cuento 5: El Gato que Soñaba con Volar
Había una vez un gato llamado Óscar que vivía en la azotea de un edificio viejo, en una ciudad donde los humanos apenas se miraban entre ellos y donde los animales eran sombras entre el ruido.
Óscar no era como los demás gatos. No le interesaban los ratones, ni las sobras de la cocina. Tampoco se desvelaba por los juegos de persecución ni por trepar árboles. A Óscar le fascinaba una sola cosa: el cielo.
Pasaba horas mirando las aves planear, con las patas bien pegadas al borde de la cornisa y la cola enroscada de emoción. A veces, cerraba los ojos y se imaginaba flotando entre las nubes, más allá de los cables, más allá de las ventanas, más allá de todo.
Los otros gatos del barrio se burlaban de él.
—¡Los gatos no vuelan, soñador! —decía uno.
—¿No te basta con saltar de tejado en tejado? —decía otro.
Pero Óscar no se rendía. Cada noche, soñaba que tenía alas de plumas suaves, como las de los gorriones que anidaban en las antenas. En sus sueños, surcaba cielos anaranjados al atardecer, pasaba junto a globos, aviones y estrellas.
Un día, decidió intentarlo.
Subió al punto más alto del edificio: una vieja caja de agua oxidada. Desde allí, el mundo parecía más pequeño, y el viento más fuerte. Cerró los ojos, estiró las patas y... saltó.
Cayó.
Pero no se rompió nada. Aterrizó torpemente sobre una lona extendida por unos obreros. Se levantó, aturdido pero ileso. Alguien lo vio desde una ventana y dijo:
—Ese gato está loco.
Óscar regresó a la azotea, adolorido, pero más convencido que nunca de que no había sido un error. Solo necesitaba otro plan.
Durante días, observó a los humanos. Vio cómo usaban cometas, parapentes, drones... y una idea comenzó a germinar.
En la noche siguiente, visitó a una niña que siempre dejaba comida en su balcón. Se llamaba Cata, y tenía manos suaves y una sonrisa brillante. Óscar le llevó un trozo de papel entre los dientes: un dibujo de él mismo con alas.
Cata comprendió.
Juntos, construyeron un traje: liviano, hecho de tela reciclada, varillas de paraguas y mucha cinta adhesiva. Cata colocó el arnés con cuidado y lo llevó al parque más alto de la ciudad, donde el viento era fuerte y libre.
Óscar miró al horizonte, y por primera vez, no sintió vértigo. Sintió certeza.
Corrió. El viento lo levantó. Y por unos segundos, voló.
No como los pájaros, ni como en sus sueños, pero sí lo suficiente para reírse como sólo un gato feliz puede hacerlo: con los bigotes temblando y los ojos llenos de cielo.
Desde entonces, Óscar se convirtió en una leyenda. No por haber volado, sino por haberlo intentado. Por haber creído en lo imposible.
Los otros gatos aún decían que estaba loco.
Pero algunos, muy de vez en cuando, lo acompañaban en la azotea, mirando hacia arriba, preguntándose…
¿Y si…?
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