Cuento 6: El Río que Contaba Historias
Había una vez un pequeño pueblo llamado Valverde, escondido entre montañas y valles, donde un río azul serpenteaba como una vena viva. Era un río especial. No porque fuera más caudaloso o brillante que otros, sino porque sabía hablar.
No todos podían oírlo, claro. Solo aquellos que lo escuchaban con atención, con el corazón abierto, sin prisas. Los viejos del pueblo decían que el río contaba historias a quienes se acercaban sin miedo.
Valeria, una niña de diez años, lo descubrió una tarde de verano.
Se había escapado de una discusión en casa. Sus padres discutían cada vez más, y ella encontraba refugio en el bosque, cerca del agua. Sentada en una roca con los pies colgando, comenzó a oír algo más que el rumor del agua.
Era como un murmullo... palabras suaves, entrelazadas con el sonido de las corrientes.
—¿Quién eres? —preguntó en voz baja, casi temiendo romper el hechizo.
El río no respondió con voz humana, pero la corriente cambió. Las olas formaron dibujos: una niña con trenzas, una pareja que se abrazaba, un árbol que caía lentamente.
Valeria entendió: el río le estaba mostrando recuerdos.
Volvió al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Cada vez, el río le contaba una historia distinta: de amores perdidos, de amigos inseparables, de animales que hablaban con los árboles, de noches con lluvia de estrellas y de inviernos que duraban años.
Un día, el río le mostró algo diferente: la historia de su familia.
Vio a sus padres cuando eran jóvenes, riendo junto al mismo río. Los vio construyendo una cabaña, plantando flores. Y luego, vio cómo se iban alejando, cómo el tiempo y el cansancio les robaban las sonrisas.
Valeria lloró. Por primera vez entendía que el dolor también tenía raíces.
—¿Puedo cambiar esa historia? —preguntó al río.
Las aguas giraron en espiral, y de nuevo apareció una imagen: ella, abrazando a sus padres.
Al volver a casa, no dijo nada. Solo los abrazó. Y ese gesto, sencillo y profundo, fue el primer ladrillo en el puente que los reconectó.
Con los años, Valeria creció. Se convirtió en escritora. Sus libros hablaban de un río mágico, de palabras ocultas entre las olas, de niñas que escuchaban lo que nadie más oía.
Y el río seguía allí.
Muchos no creían en las historias. Decían que eran invenciones, fantasías de infancia. Pero Valeria sabía la verdad: el río no mentía.
Cada corriente, cada remolino, cada gota que viajaba río abajo era un fragmento de vida.
Porque los ríos, como las personas, recuerdan.
Y quien aprende a escucharlos, descubre que la memoria del agua es infinita.
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