Cuento 7: El Cazador de Lunas

En un pueblo de noches largas y cielos despejados, vivía Iker, un niño que no le tenía miedo a la oscuridad. Al contrario, le encantaba. Le gustaba observar el cielo, contar estrellas, dibujar constelaciones imaginarias y hablar con la luna.

Porque sí, Iker hablaba con la luna. Le contaba sus secretos, sus dudas, sus sueños. Cada noche, se sentaba en el tejado de su casa y la saludaba con la mano.

—Hola, luna. Hoy soñé que volaba.

La luna, silenciosa y brillante, parecía escucharlo.

Pero una noche, no apareció.

El cielo estaba despejado, sin nubes, pero la luna no estaba allí. Solo oscuridad. Iker esperó. Una hora. Dos. Nada.

Al día siguiente, tampoco.

Los adultos no parecían preocupados. “Son fases”, decían. “La luna desaparece y luego vuelve. Es normal.”

Pero Iker sabía que eso no era cierto. Aquello no era una luna nueva, ni un eclipse. Era ausencia.

Y así decidió convertirse en cazador de lunas.

Preparó su mochila con una linterna, su cuaderno de dibujos, una cuerda, una brújula y un bote pequeño con una vela flotante. “Por si tengo que hacer señales”, pensó. Salió al anochecer y se dirigió a la montaña más alta de la región: el Pico Silencio.

Dicen que quien sube hasta allí puede ver el cielo desde más cerca.

Durante el ascenso, encontró muchas cosas: un búho que lo siguió desde las ramas, un zorro que lo observó sin miedo, y una piedra brillante que parecía latir. Iker no tenía miedo. Caminaba con la firmeza de quien sigue una promesa.

Al llegar a la cima, el viento soplaba fuerte. Pero el cielo estaba más oscuro que nunca. Sin estrellas. Sin luna. Nada.

Encendió la vela flotante en el bote. La dejó ir. El viento no la apagó. En cambio, algo extraordinario ocurrió.

Una luz tenue descendió del cielo. Una esfera plateada, no más grande que una pelota, flotó frente a él. No era la luna entera, sino una parte de ella.

—¿Dónde estás? —susurró Iker.

La esfera giró lentamente y proyectó imágenes en el aire: ciudades dormidas, gente mirando pantallas, luces artificiales encendidas a toda hora. La luna se había ido porque nadie la miraba. Porque ya no la necesitaban para guiar el tiempo, para contar cuentos, para enamorarse en su luz.

Iker comprendió.

—Yo sí te necesito. Y no soy el único. Solo que a veces olvidamos.

La luna, emocionada, comenzó a recomponerse. Fragmento a fragmento, volvió a subir. Primero tímida, luego plena. Y cuando estuvo completa otra vez, brilló como nunca.

Desde entonces, cada vez que alguien levantaba la vista al cielo y sonreía al verla, la luna bajaba un poquito más, agradecida. Y Iker, convertido en leyenda, fue recordado como el niño que trajo de vuelta a la luna.

Porque a veces, basta que alguien mire con amor, para que lo olvidado vuelva a brillar.

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